SALVANDO A GAYA
PRIMERA PARTE: LA DESESPERACIÓN
DE LA MUERTE
Los comienzos del otoño se
reflejaban en aquel cielo nublado y dorado, en el frío viento que soplaba entre
los troncos y mecía las ramas de los árboles y en la quietud decadente que se
había esparcido por todo el bosque. El verano parecía una ilusión onírica.
Apenas quedaban rastros de aquel calor intenso que había apagado y secado las
verdes hojas, que les había arrebatado el aliento a las flores y había debilitado
la corriente de los ríos.
Gaya, la suprema sacerdotisa de
El fuego de Hécate, estaba enferma, cada vez más cerca de la muerte. A Penélope
le parecía que la caducidad que deseaba desvanecer el alma de aquella mujer tan
afable, sabia y buena se había transmitido al bosque, adelantando la llegada
del otoño como si en verdad aquella estación naciese del corazón de la
sacerdotisa.
Hacía más de tres días que
aguardaban la llegada de Artemisa y Casandra, quienes habían ido a buscar, a un
lugar muy lejano y cálido, unas flores que podían devolverle la salud a Gaya.
Ninguno de los miembros del aquelarre sabía qué le había causado aquella
extraña enfermedad. Gaya tenía fiebres muy altas que le hacían delirar, hablaba
de sucesos que no habían sucedido nunca y no podía comer, ya que vomitaba
cualquier alimento o bebida que ingiriese.
Penélope: No entiendo por qué
tardan tanto. Tal vez les haya ocurrido algo malo y no puedan volver o quizá no
hayan encontrado las Pitusas Inolvidables. Si hoy no aparecen, me temo que ya
no tendremos tiempo para salvar a Gaya.
Penélope hablaba para sí, pero
Gilbert, quien tenía el alma llena de tristeza, pudo oír muy bien sus palabras;
las que lo entristecieron mucho más.
Artemisa y Casandra llevaban
caminando sin cesar durante tres días. Ni siquiera se habían ofrecido a sí
mismas el privilegio de descansar por la noche. Estaban completamente agotadas,
pero la vida de Gaya era mucho más importante que las sensaciones físicas que
les anegaban el cuerpo.
Artemisa: Menuda tarde otoñal
tenemos. Es preciosa, pero también me hace creer que nada saldrá bien.
Casandra: Piensas de ese modo
tan desalentador porque estás inmensamente cansada. Yo también estoy agotada,
Artemisa; pero el esfuerzo ha merecido la pena.
Artemisa: Sí, estoy
completamente extenuada. Además, salvarle la vida a aquella chica tan buena me
ha dejado exhausta. Sentir con tanta fuerza la presencia de la Diosa me agotó
muchísimo; pero a la vez me convenció de que somos mucho más poderosas y
mágicas de lo que pensamos. Me siento más unida a la Diosa que nunca y eso me
permite no desfallecer. La Diosa me ofrece un aliento del que no gozaría si
Ella no estuviese conmigo.
Casandra (sorprendida): Me
estremece tu forma de hablar, pero a la vez me anima muchísimo. Artemisa, no
podemos perder más tiempo. Ya veo la casa de Gaya.
Artemisa: A mí me parece que esa
imagen es un espejismo.
Casandra: No lo es. Mira, allí
están Penélope y Gilbert. Nos aguardan.
Artemisa: También está Neftis.
Pobrecita. Qué mirada tan triste tiene. Quizá hayamos llegado demasiado tarde,
hermana.
Neftis no cesaba de hablarle a
la Diosa, de dirigirle ruegos que se perdían en el vacío de su tristeza, que se
mezclaban con la desesperanza y el desánimo más profundos.
Neftis (para sí): Por favor,
Madre Diosa, salva a nuestra sacerdotisa, por favor. Todavía no ha llegado el
momento de su muerte, todavía no. Salva a tu fiel servidora, por favor.
De repente, Neftis vio aparecer
a Artemisa y Casandra entre los árboles.
Neftis (exclamando con
felicidad, alivio y emoción): ¡Gracias a la Diosa! ¡Menos mal que habéis
llegado!
Artemisa (con
voz trémula): Dinos que no es demasiado tarde, Neftis, por favor.
Neftis: Está muy
mal, Artemisa. Me temo que apenas le quedan unos minutos de vida, así que
tendremos que darnos prisa.
Artemisa: No
puedo creerme que la Diosa quiera llevársela ya.
Neftis: Yo
tampoco, Artemisa. Nuestra Gaya está muriéndose. Nunca creí que tuviésemos que
enfrentarnos tan rápido a una realidad tan horrible. Lo peor es que no sabemos
lo que le sucede y Gilbert se niega a que la trate un médico con medicinas
químicas. Afirma que estaríamos faltándole al respeto a Gaya, quien siempre se
ha opuesto a la ciencia.
Artemisa:
Siempre ha sido tan testaruda...
Neftis: Tenemos
que darnos prisa, Artemisa.
Gilbert, desde
la puerta de la casa de Gaya, miraba a las tres mujeres con los ojos llenos de
desolación, pero también se le escapaba de la mirada un rayo de alivio y
esperanza que le acariciaba el alma. Artemisa sintió la necesidad de abrazarse
al sumo sacerdote para transmitirle ánimos y asegurarle que lucharía hasta el
último suspiro de su vida para salvar la vida de Gaya, pero sabía que, si
obedecía a sus sentimientos, la desesperación que la atacaba la desmoronaría.
Penélope recibió
a las dos hermanas con una felicidad trémula mientras decía:
Penélope:
Dichosos los ojos que te ven, Artemisa. Pensábamos que no llegarías nunca.
Casandra: El
lugar en el que crecen las Pitusas Inolvidables está muy lejos de aquí y nos ha
costado mucho encontrarlas.
Artemisa: Lo que
debemos hacer es hervir las flores con un litro de agua y después darle a Gaya
la infusión que obtengamos. Es muy importante que las flores no se deshagan,
que saquemos el líquido resultante de la decocción antes de que se tiñan de ese
color oscuro que indica que ya no se pueden extraer de sus pétalos las
propiedades que necesitamos. Además, es preciso concentrarse mucho para adquirir
de las flores toda la energía que puede curar a Gaya. ¿Lo habéis entendido?
Penélope y
Neftis asintieron levemente con la cabeza.
Neftis: Si tan
claro tienes como debemos hacerlo, ¿por qué no lo haces tú?
Artemisa: Porque
me siento tan cansada que sería incapaz de concentrarme.
Penélope: No te
preocupes, Neftis. No temas. Yo te ayudaré.
Casandra
(desorientada y algo disgustada): No entiendo por qué hace tanto frío si ni
siquiera hemos celebrado todavía Mabon. No comprendo cómo es posible que a mi
hermana le guste tanto el otoño. A mí me parece una época tan triste... Y, si
Gaya muere, para siempre será decadente para mí.
Gilbert observaba
a Artemisa con preocupación, pero también con intriga, como si en esos momentos
se hubiese olvidado de dónde se hallaba y de lo que estaba ocurriendo. Artemisa
saludó al supremo sacerdote del aquelarre con respeto y mucho cariño.
Gilbert (con voz
trémula): La perdemos, Artemisa. Está desvaneciéndose. Ni siquiera la tenemos
aquí. Delira y se duerme continuamente. Si no le damos ya las hierbas que
necesita, no podremos salvarla.
Artemisa:
Penélope y Neftis están preparando ya el brebaje. No pierdas la esperanza,
Gilbert, por favor.
Gilbert: Eso
intentaré. Entra, por favor. Quizá verte le haga bien.
Cuando Artemisa
entró en la casa de Gaya, notó que se había apoderado de todos sus rincones una
atmósfera pesada y densa; la atmósfera opresiva que se desprende de la
enfermedad y que anuncia la cercanía de la muerte.
Edurne la
recibió intentando sonreírle, pero tenía una mirada tan triste que cualquier
gesto de alegría que quisiese esbozar resultaría hipócrita y evanescente.
Edurne:
Artemisa, ya no podemos hacer nada por ella. Se ha dormido hace más de media
hora y no despierta.
Artemisa:
Trataré de ayudarla a regresar a la consciencia, te lo prometo.
Edurne: Ya no
sabemos qué hacer, Artemisa. Sólo espero que las Pitusas inolvidables puedan
devolverle la salud. Nosotros ya nos hemos desgastado celebrando rituales para
sanarla. Lo único que hemos logrado es retrasar el momento de su muerte, nada
más. Es como si la Diosa nos ofreciese muchas oportunidades para despedirnos de
ella con todo el amor que le profesamos.
Artemisa: Por
favor, no pierdas la esperanza. Dentro de poco le daremos las hierbas que
podrán curarla.
Edurne: Está tan
enferma que no creo que el brebaje la cure. Te mereces despedirte de ella en
soledad. Avísanos si lo necesitas.
Cuando Edurne se
marchó, Artemisa se acercó al lecho de Gaya con recelo y mucho temor. Hacía
mucho tiempo que no vivía una situación tan triste. Aunque hubiese intentado
animar a los demás pidiéndoles que no perdiesen la esperanza, lo cierto era que
ella tenía el alma anegada en un desconsuelo contra el que no cesaba de luchar
para que no apagase sus últimos ápices de fortaleza.
Artemisa (con
mucho amor en su voz): Gaya, por favor, no te marches todavía. Aún te quedan
muchas cosas por vivir, muchos momentos por compartir con nosotras, muchas
cosas que enseñarnos. Gaya, no puedes irte. Hécate, por favor, no te la lleves
todavía. Gaya, por favor, dime que puedes oírme y entender mis palabras. Gaya,
cariño, no puedo aceptar que te vayas, Gaya... Resiste, por favor.
Entonces,
inesperadamente, Gaya abrió los ojos y miró brumosamente a Artemisa. Cuando
Artemisa vio que Gaya había despertado, el corazón se le llenó de esperanza y
el desánimo que le había invadido el alma se atenuó levemente.
Artemisa: Gaya, Gaya.
Gaya (con voz
débil y trémula): ¿Eres tú, Artemisa?
Artemisa
(suspirando): Gracias a la Diosa. Gaya, ¿puedes oírme?
Gaya (casi
inaudiblemente): Artemisa, escúchame. Me muero, Artemisa. Estoy muy cerca de la
muerte. Ya noto el llamado de la Diosa. Artemisa, quiero que sepas que deseo
que seas tú la próxima suma sacerdotisa del aquelarre. No quería morirme sin delegar
en ti el cargo que durante tanto tiempo he desempeñado con todo mi amor. Por
favor, acéptalo. Si lo haces, podré marcharme en paz.
Artemisa: Ahora
no te preocupes por esas nimiedades, Gaya. No te irás. No, no te irás. Ninguno
de nosotros lo permitirá. Dile a la Diosa que te deje regresar junto a
nosotros.
Artemisa arrancó
a llorar sin poder evitarlo, pero trató de contener los suspiros de dolor que
se le escapaban del alma para no inquietar más a Gaya, quien parecía cada vez
más lejos de ella, más débil y frágil.
Gaya (respirando
con dificultad): Artemisa, mi Artemisa. Has sido una hija para mí, cariño. Te
quiero, te quiero muchísimo y te he querido como no he querido a nadie en mi
vida. Tienes que ser tú la suma sacerdotisa del aquelarre. No rechaces ese
cargo, por favor.
Gaya respiraba
cada vez más costosamente, como si el aire que se adentraba en su cuerpo fuese
pesado y denso. Además, tenía la mirada perdida por unas brumas que le cubrían
los ojos como si de un velo de tinieblas se tratase. Artemisa notó que le
brillaban mucho los ojos por culpa de la fiebre. Gaya, entonces,
inesperadamente, comenzó a ahogarse. Parecía como si alguien estuviese
asfixiándola presionándole el cuello.
Artemisa: ¡No,
no! Gaya, Gaya. Por la Diosa, no, no.
Con
desesperación y muchísimo miedo, Artemisa salió de la casa de Gaya intentando
controlar sus nervios, llamando a Gilbert, a Casandra, a Penélope, a Neftis y a
Edurne con un pánico que volvía trémula su dulce voz.
Artemisa
(desesperada por el pánico): ¡Por favor, dadme ya el brebaje! ¡Gaya está
muriéndose! ¡No puede respirar! ¡Por la Diosa, dádmelo ya!
Penélope:
Todavía no ha hervido lo suficiente, Artemisa.
Artemisa: ¡No
importa! ¡No tenemos más tiempo! ¡Estamos perdiéndola!
Neftis: No va a
funcionar. Ya es demasiado tarde.
Mientras ayudaba
a Gaya a ingerir aquella infusión que le devolvería la vida, Artemisa no dejó
de rogarle desesperadamente a la Diosa que la ayudase a recuperar su salud, que
le permitiese volver junto a ellos. Gaya tragó con dificultad aquel líquido
verdoso y, después, se quedó quieta en la cama, con la mirada perdida, todavía
respirando espesa y profundamente.
Artemisa: Gaya,
por favor, sé fuerte. No te rindas. Te necesito, Gaya. Todavía no me siento
capaz de vivir sin ti. No, nunca seré capaz de vivir sin ti. Eres mi madre,
Gaya, mi Gaya.
La fiebre no
descendía, no perdía la fuerza con la que hacía arder cada rincón de su cuerpo.
Artemisa notaba que la piel de Gaya casi quemaba bajo sus dedos y aquello la
inquietaba y la desanimaba profundamente; pero no se rendía, no quería perder
la esperanza. No aceptaba que la medicina que le habían proporcionado no
hubiese surgido el efecto esperado. No podía creerse que tanto esfuerzo hubiese
sido en balde.
Gaya no
recuperaba la cadencia lenta y serena de su respiración. Inspiraba con
muchísima dificultad y apenas exhalaba ese aire que su cuerpo necesitaba, ya
que poco era el oxígeno que se adentraba en su ser. Además, la fiebre le había
subido hasta ensombrecer su brillante mirada; la que se hallaba invadida por
unas brumas oscuras que le revelaban a Artemisa que Gaya se encontraba cada vez
más lejos de la vida y más cerca de la muerte.
Artemisa: No
funciona. No puedo creérmelo. ¿Por qué? ¿Por qué, Diosa?
Desesperada y
desanimada, salió del hogar de Gaya notando cómo la tierra temblaba bajo sus
pies, cómo la vida perdía su sentido y cómo el cielo que los cubría a todos se
ensombrecía hasta convertirse en el reflejo de una noche triste y tétrica.
Nadie necesitó
preguntarle a Artemisa por qué tenía una mirada tan triste. Sus ojos eran una
voz que gritaba hasta ensordecer.
Gilbert: ¿No ha
funcionado?
Artemisa no pudo
contestarle. Negó con la cabeza mientras se alejaba de ellos con los ojos
llenos de lágrimas.
Neftis: Será
mejor que entres a despedirte de ella. Yo ya sabía que era demasiado tarde.
Gilbert no podía
creerse que Gaya, la mujer a quien más había querido en su vida, estuviese
desvaneciéndose como si su vida no importase, justo en aquella tarde otoñal tan
nostálgica y hermosa. Siempre había pensado que moriría él antes que Gaya y que
así no tendría que soportar su eterna partida.
Gilbert
(tratando de controlar las ganas de llorar para poder expresarse con serenidad
y fortaleza): Gaya, cariño, por favor, no me dejes solo. No puedo vivir sin ti.
¿Qué haré yo ahora si te vas? Por favor, Gaya, aférrate a la vida. No puedo
aceptar tu muerte, Gaya.
Gilbert
(llorando desconsoladamente sin poder evitarlo): Gaya, mi Gaya, perdóname por
todo lo que no he hecho por ti. Por la Diosa, me arrepiento tanto de no haber
luchado por ti, por lo que siempre he sentido, por lo que te he querido...
Gaya, mi Gaya, no te vayas, por favor, no te vayas.
No obstante,
Gilbert sabía que, por muy desesperadamente que le suplicase a Gaya que no se
fuese, ella se hallaba cada vez más lejos de la vida, más invadida por la
muerte. Gaya, la única mujer que había amado de veras, por la que sin embargo
no se había sentido capaz de luchar, estaba desvaneciéndose como lo hacen los
rayos del día cuando la noche se apodera del cielo. Gaya, la mujer más buena,
hermosa y cariñosa que había conocido, estaba apagándose cual estrella que ya
se ha cansado de pugnar con su etéreo y frágil brillo contra las penumbras del
Universo. Gaya estaba marchándose, y él no podía hacer nada para retenerla a su
lado, nada, absolutamente nada.
Artemisa: Lo
único que nos queda es pedirle a la Diosa que le permita vivir un poco más.
Penélope (con
nostalgia): Yo creo que, en vez de un ritual de sanación, lo que tendríamos que
celebrar es una ceremonia mágica que la ayude a partir en calma hacia el mundo
de la muerte.
Neftis
(desesperada de tristeza): Pero ¿qué estás diciendo? ¿Acaso te has rendido? ¡Yo
no pienso aceptar que Gaya está muriéndose! ¡No, no!
Artemisa: Sea lo
que sea lo que queramos pedirle a la Diosa, ahora reunamos toda nuestra energía
vital y concentremos nuestra magia en este instante. Hundíos en mis palabras;
las que le dirijo a la Diosa con todo mi amor y mi devoción. Hécate, Reina de
los muertos, Señora de las almas fenecidas, a ti nos encomendamos, a ti te
suplicamos que le devuelvas a nuestra Gaya la salud que ha perdido. Por favor,
no la arranques de nuestro lado, poderosa Madre.
Artemisa: A
través del fuego sagrado, nos dirigimos a ti; a través del aire que nos rodea,
que es el aliento de nuestra vida, te enviamos nuestros ruegos; a través de la
fértil tierra que forma nuestro suelo, te rogamos que nos escuches; y, mediante
la voz incansable del agua que es renacer y renovación, te mandamos nuestra
energía para que la conviertas en más vida para Gaya. Hécate, tú que soportas
la muerte de tu consorte cada Samhain, guíanos en estos instantes tan
difíciles.
Aquel ritual era
la última esperanza que les quedaba. Invocando a los cuatro elementos, al éter
eterno, al Dios y a la Diosa, sintieron que el alma se les llenaba de aliento y
de fortaleza. Artemisa trató de silenciar todas las emociones tristes que
susurraban por dentro de ella para poder teñir de fe e ilusión toda la energía
que se desprendía de sus palabras, de su solemne y tersa voz y de las miradas
con las que envolvía a quienes la rodeaban.
El bosque se
sumió en un silencio denso y aterciopelado que a todos les pareció el preludio
de un gran momento. Notaron que, a través de aquella falta de sonidos, la Diosa
se comunicaba con ellos mediante una sutil brisa que mecía muy débilmente las
ramas de los árboles y que alimentaba las llamas del fuego sagrado. Artemisa cerró
los ojos con fuerza e inspiró profundamente para introducir en su ser toda la
energía positiva y vigorosa que la rodeaba. Aunque fuese consciente de que Gaya
se estaba muriendo, intuía que aún quedaba un rayo de esperanza que podía
quebrar las crecientes tinieblas que se habían apoderado de la vida de la mujer
que ella más quería; quien le había enseñado a encontrar a la Diosa en cada
gota de agua, en cada suspiro del viento, en cada haz resplandeciente que
brotaba del fuego y en cada grano de tierra que alfombraba el suelo de su vida;
quien la había ayudado a descubrir toda la magia que se encierra en cada
planta, en cada árbol, en cada piedra, en cada elemento; quien la había querido
como si de su vientre hubiese nacido, como la madre más entregada y bondadosa
que la vida podría haberle ofrecido. Sabía que, si Gaya se marchaba, se moriría
con ella una gran parte de su alma.
Por fin he podido leer con tranquilidad la historia,lo estaba deseando. Pues hay algo que creo que está claro, hacemos buen equipo. Las fotografías son bonitas, dirigidas por ti y aportando mi estilo personal,pero sin este maravilloso texto, no tendrían sentido. Les has dado tanto sentido y has incorporado tan bien las emociones y lo que transmiten las fotografías que es realmente sorprendente. Que decir, que no es que me haya gustado, es que creo que ha sido sublime, perfecto, profundo y que engancha desde la primera palabra. Además, me sorprende lo camaleónica que has sido, mantienes tu estilo pero lo adaptas al mundo click,es una pasada. Hay momentos muy emotivos, sobretodo cuando Gaya despierta y le pie a Artemisa que acepte el cargo para que se pueda marchar feliz.Las palabras que se han dedicado son de una gran belleza, muy emotivas y tristes. Casi todos han perdido la esperanza y parece que dan por hecho que Gaya morirá. Me gusta como enlazas con lo que ocurrió en el pantano, es que esto sigue de una forma magistral el último capítulo de Una boda en el pantano. Me da mucha pena Gaya y aunque sé como sigue, desconozco la profundidad, los detalles y como transcurren los acontecimientos. Tengo mucha curiosidad. ¡¡¡Sigue pronto!!! He pensado en poner un enlace a este blog y promocionar la historia, para que otros la puedan seguir.
ResponderEliminar¡¡Me encanta!!